Capítulo 3 de '¿La amistad? Más torpe que un gamusino en patines'

 

Es una captura de pantalla de youtube. Tan solo se ve la barra de reproducción del vídeo, el título (que será el del capítulo que aparece justo debajo). La foto del perfil de Sam: elle tiene el pelo rizado castaño, piel castaña, ojos verdes, sonrisa ladeada, ojos con expresión de haber visto demasiado mundo). Luego están los botones de suscribirse,  de me gusta, me disgusta y la campanita.


Capítulo 3: ¡No cometas estos errores hablando… ¿español?!

—Bueno, ¿por dónde quieres empezar? —le pregunto a Huy mientras salimos por la puerta del hotel.

El sol nos saluda desde el horizonte con ese brillo especial de primera hora de la mañana que nos promete un día cargado de emociones. Tomo una bocanada de aire y… La capital de un país no suele ser el mejor lugar para buscar aire fresco. La morriña me golpea: echo de menos mi isla —entiéndeme, no es mía mía, es mi hogar y donde trabajo desde hace unos… cuántos años. No quiero ni pensarlo con exactitud— y su ecosistema. ¿En qué momento me he convertido en une fénix que ha echado raíces y que no tolera demasiado las ciudades? Será la mezcla de jet lag y el choque de romper con la rutina después de mucho tieeeeeeeeeeeeeempooooooooooooooooooooo.

—No lo sé, por qué no me lo dices tú, ya que no es tu primera vez —dice Huy al tiempo que comienza a caminar en una dirección aleatoria, concretamente, ha escogido el camino a su derecha. A su izquierda estoy yo.

Comienzo a seguirle.

—Pues parece que has escogido tú solite. —Estas palabras atraviesan una sonrisa.

—La verdad es que estaba esperando a que me dijeras si iba por el buen camino o no.

—Depende de cómo lo mires.

—¿Te has convertido en una taza del Señor Alegre? —Se para. Me encara. Alza una ceja.

—Solo lo soy lo mejor para las mejores personas. —Sonrío bien grande, cual dibujo animado—. Pero lo digo enserio, depende de lo que quieras ver. Por ejemplo, para ir el Centro Histórico es pronto, muy pronto, pues los museos no han abierto todavía. Así que lo mejor es ver la ciudad, los monumentos y los parques. No importa por donde vayas, puedes encontrar cosas en casi cada lugar. —Me encojo de hombros.

—¿Sabes? Creo que hubieses hecho muy buena pareja con Ari. Tenéis —intenta abarcarme con la mano— ese algo… igual. Como alegría y positivismo nato.

—No creo que lo mío sea nato. —Decido encaminarme hacia las calles cercanas al Centro Histórico.

—Oh, sí, lo siento. ¿Cómo he podido equivocarme con algo tan nimio? —Huy pasa los pulgares por las asas de la mochila que lleva colgada a la espalda. Supongo que no se la cuelga delante porque robarle a une vampire es difícil…, aunque sea Huyana—. Mi madre siempre me decía que Rosario, la tía segunda por parte de la abuela materna que es muy complicado fingir toda una vida, una manera de ser, el fondo de tu corazón. Dice mi madre que decía Rosario que puedes mentirte todo lo que quieras, pero, al final, tu naturaleza te delata.

—Todo eso para decirme que me equivoco, ¿eh? —Enarco una ceja.

—Bueno, creo que eso de que la vejez es un grado de sabiduría, no se da en tu caso. —Se gira hacia mí, enarcando su propia ceja en un gesto gemelo al mío.

—Oh, ¿en serio?

—En serio.

—Bien. Supongo que por esos somos amigues: porque estamos en el mismo punto existencial y mental.

—Oh, no, no: yo estoy un paso por delante, mira el consejo tan bueno que te he dado.

—Ya, claro.

Adelanto a Huy medio paso, lo justo para condicionar su siguiente decisión: girar a la izquierda justo después de una pequeña frutería de barrio que parece resistir al ritmo frenético de una ciudad capitalista. Encaramos una avenida que me sorprende. Me dejo guiar por Huy hacia la sombra y se dirige calle abajo hasta bordear una jardinera lo cual nos lleva a desviarnos de camino. Si tenemos en cuenta la disposición cuadriculada de la ciudad, diría que es muy sencillo terminar dando vueltas. Trato de ubicarme, veo la sonrisa soñadora con un recuerdo guardado en la comisura del labio inferior de mi amigue.

—Una vez, Topanga y yo jugamos a ver quien llegaba primero a casa de nuestres abueles —comienza a contarme continuando por la calle con sombra—. Éramos peques, teníamos dos opiniones y todo un verano por delante. Supongo que esa podría ser la premisa.

»El caso es que salimos de casa justo después de una tormenta de verano. Primero, debíamos salir del portal y girar a la derecha. Fuimos hasta el final de la calle, cruzamos y bajamos la cuesta que quedaba a la derecha. Llegamos a un parque y ahí comenzó la discusión. Ella me decía que debíamos rodear el parque para cruzar la calle, bajar por unas callejas frescas del centro de la ciudad y rodear la manzana de la casa de mis abueles maternos. Yo le decía que si cruzábamos el parque, girábamos a la derecha bajábamos la calle, llegaríamos en un momento. —Replica esta ruta en el presente, en una ciudad totalmente diferente y a miles de kilómetros.

»Por supuesto que decidimos tomar la única posible en este tipo de situaciones: que cada une fuera por un lado y que quien llegase primere se quedaba con toda la merienda que nos hubiesen preparado. —Se gira hacia mí y me sonríe mostrándome los colmillos—. Somos vampires, así que todo se reducía a quién había elegido el mejor camino y quién podía ser más rápide. Yo llegué primere y me alegré. Sabía que tenía razón. Y Topanga suele rebatírmela incluso cuando tengo razón.

»Mientras mis abues y yo esperábamos, les conté la apuesta que habíamos hecho. Mi abuelo, muy avispado, fue a preparar la merienda: hizo el doble de cantidad para que ningune de les dos nos quedásemos sin comer. Cuando ya nos estábamos preocupando, nos preparamos para ir a buscarla. Sin embargo, Topanga llegó con el primer trueno. —Nos paramos, en este ahora, en un paso de peatones con el semáforo en rojo—. Resulta que Topanga había escuchado que los árboles atraían los rayos y escogió el camino evitando todos y cada uno de los árboles y plantas, por si acaso comenzaba una tormenta nueva. Fue a velocidad humano.

»El caso es que ella, al ir despacio y fijándose bien por dónde iba descubrió una juguetería (a la que nos llevaron nuestros abueles al día siguiente). Desde entonces me gusta dejarme llevar por la intuición, que no por el miedo por un rayo) para descubrir cosas.

—Bueno, así descubriste la tienda de Tanausú en el Resort —le comento, esta vez, sin tratar de guiar sus pasos con pequeños gestos y elecciones sin opciones. Me ha gustado la historia y, realmente no tenemos prisa, así que, ¿por qué correr? Estamos de vacaciones

—Sí, supongo.

—Sí, supongo que eres puro azar objetivo. —Nos reímos—. Yo te puedo contar que a mí me gusta encontrar las mejores rutas para llegar a los sitios. ¿Cómo las descubro y localizo? —Engancho mi brazo con el suyo para ir a la par—. Sé que te lo estás preguntando. —Como toda respuesta carga parte de mi peso y su cabeza en mi hombro. Casi nos tropezamos porque la acera no podía cobijar nuestros pasos de las hermanas Sanderson—. Supongo que hago trampa en las ciudades que ya he estado, en otras, si no son muy grandes planeo por la noche en mi forma de fénix, escondiéndome entre las aves nocturnas autóctonas. Otras veces recurro a internet. Otras a los típicos mapas turísticos para pasar por delante de algún lugar concreto en mi deambular.

—Tienes alma de veleta. Veleta que debe seguir la corriente de aire que la aconseja.

—Pondré eso en mi lápida.

Erramos entre avenidas vertiginosas con flujos constantes de tráfico, calles conquistadas por cadenas de comercios impersonales gestionados por villanas multinacionales y callejas fresquitas, con el eco indeleble de la revolución de un pasado, de una dirección con coches estacionados en los dos lados. ¿Nuestra brújula? La sombra que constantemente busca Huyana. Trato de averiguar el patrón de mi amigue mientras disfrutamos de nuestro silencio mutuo enmarcado por algún pájaro despistado, por una conversación perdida entre carreras para atrapar el autobús antes de que les dejen en tierra, por la música de un chaval que cree necesario que todo el mundo la escuche o, quizá, se encuentra tan perdido dentro de sí mismo por su contexto que las notas que salen del altavoz son su único grito posible que nadie se para a escuchar.

ojos que no ven

corazón que no siente

entelequias astilladas

que se hunden en escenarios

hipócritas de audaces miasmas

que las manos desnudas no pueden apartar.

Pese a los ocasos presenciados, todavía no he encontrado remedio eficaz para sanar a la sociedad con el ligero toque de un diente de león soplado con el profundo creer de la esperanza verde capaz de germinar en cada corazón.

Flujos inconexos de pensamientos flotan, diluyen y luchan por la atención del ritmo de nuestro paseo explorador. Pierdo de vista esa curiosidad que trataba de descifrar las decisiones accidentales de mi amigue. Pierdo recuerdos chafarrinados por tramas narrativas de mi vida que quise olvidar y nunca se registró sin el filtro del sufrimiento. Pierdo durante

uno

dos

tres

segundos el júbilo curioso

de este viaje alentado por mi grata compañía. Por ello, me encuentro de sopetón con la fachada clasicista del templo de San Hipólito y San Casiano con su característica fachada de piedra y las ajaracas rojizas en el fondo de las torres. Estábamos en la calle de Zarco, con lo cual esos árboles que podía ver por el rabillo del ojo izquierdo debían pertenecer a la Alameda Central.

—Ey, Huy, mejor cruzamos aquí y vamos al parque de allá; creo que te gustará. —Le sonrío espantando mis fantasmas antiquísimos.

Le observo meditar durante unos segundos. Se muerde el labio inferior. Pasa los pulgares por debajo de las asas de la mochila. Se balancea sobre sus pies.

—Sí, tenía pensado ir por ahí, no hay problema.

Y se ríe muy fuerte y con ganas.

Y yo le sigo.

—Leí en algún sitio que el parque no tiene álamos —continua Huy hablando con el gesto torcido.

—En el siglo XVII los cambiaron por fresnos. Pero es un lugar que ha ido cambiando demasiado con el paso de los siglos —digo sin prestar mucha atención, pues mi cerebro estaba tratando de vislumbrar algo.

—Siempre cambios, siempre apropiación y con cosas que sean rápidas. —Comienza a caminar una vez que el semáforo cambia y los peatones dan los primeros pasos.

—Sin embargo, siempre hay huellas del pasado. Probablemente, debajo de este lugar, haya improntas que dejó el imperio mexica.

Tenochtitlan.

—Y puede que de pueblos anteriores.

Al llegar al otro lado, nos reciben, desperdigados por varios puntos visibles y no visibles, vendedores ambulantes con puestecitos de todo tipo: ropa, dulces, libros, remedios medicinales… Les turistas se mezclan con gente a la que la vida le ha ido muy mal, con quienes no tienen un lugar al que regresar, con natives dividides secuencias de paréntesis de raíces épicas y reescrituras de presentes. Un retrato cubista de la sociedad, del pasado, del presente y el preludio de lo que vendrá.

—Lo curioso —digo—, es que parece que las capas de épocas pasadas conviven aquí. Fíjate. —Nos adentramos, ahora sí, en el parque. Seguimos una de las diagonales.

—¿En qué? ¿En el suelo moderno? Esto comenzó a construirse en 1592.

—Demasiado poético… Y no para bien. Pero es más por la gente que habita el espacio. Quizá, también, por los bancos. —Miro alrededor arrugando la nariz, solo veo un paseo demasiado estructurado, organizado, pensado. Tan solo las hojas de los árboles son capaces de ocupar espacios de manera caótica—. La verdad, es que no sabría qué cosas son de cada época… Pero, eso, las personas. No sé, sus problemas, la mezcla de orígenes, las historias que cuentan los árboles, las piedras de las fuentes…

—¿Y tú puedes escucharlas?

El ruido del agua nos recibe con su propia perorata incisiva, en idiomas tan antiguos con su origen y tan eternos como su flujo.

—Seguro que en su corriente esconde relatos de amor prohibido, de muertes que devoran sonrisas, de amistades providenciales.

Nos sentamos en el borde de la fuente, mirando el agua estancada, las monedas traviesas o ese pajarito que busca refrescarse.

—¿Crees que hace cientos de años, une fénix une vampire se encontraron buscando…?

—¿… madera para hacer tallas? —le interrumpo

—¿…inspiración para nuevas historias? —terminó elle.

—Chamacos —nos llama la atención una señora con ecos indígenas de pelo cano, trenzas larguísimas y piel caramelizada por el sol y el paso del tiempo. Su ropa era una mezcla de una blusa blanca con bordados de un pueblo nativo que desconozco y unos vaqueros desgastados. Del hombro le colgaba un petate de tela estampada con flores en tonos azules—, disculpen que les moleste, este, pero les estaba oyendo esos cuentos improvisados y, tal vez, les gustaría conocer una vieja historia.

Era una clandestina. Una como Líz. Y, además, una que había vivido cambios, muchos países en uno, y, ahora, solo quería un poco de compañía.

—Claro, nos encantaría —responde Huy sin dudar.

La anciana le mira con curiosidad con reconocimiento. Luego a mí.

—Hace mucho, mucho tiempo. Antes incluso de la llegada de les españoles, vivía un pueblo de clandetines quatezcatl. Habitaban unas casitas construidas en las partes altas de los árboles que rodeaban un lago. No se sabe cuál es el lago, pues se escuchan demasiadas versiones de esta historia. Ajá. —Las manos de la señora gesticulan transportándonos a ese lugar añejo y mágico—. Les encantaban transformarse en pájaros, este, y jugar con el agua por la noche. ¡Cuando se zambullían emitían un lindo resplandor! Era tipo ver las llamas de una hoguera.

—Brillantes como un fénix, ¿no? —preguntó Huy con curiosidad infantil.

—Eso se decía, sí. —Los pequeños ojos de la señora brillaron—. Une chamaque quiso marcharse durante varias lunas para descubrir qué había más allá del valle, pues había tenido un sueño. Un sueño que le habló sobre un descubrimiento.

»El pueblo le preparó viandas, remedios y consejos de los exploradores. Salió con los primeros rayos del sol. No, pues, la aventura comenzó con ilusión. Él fue contemplando cada pequeño detalle que le ofrecía la naturaleza, saludando peluditos animalitos. No se alejó mucho del lago, pues tampoco sabía qué buscaba o adónde se dirigía. La noche llegó y con ella la necesidad de búsqueda de un lugar donde dormir.

»La emoción le llevó a no darse cuenta de varias cosas: una, que el árbol al cual se subió estaba ya habitado; dos, que un riachuelo fluía justo al lado. —Una risilla brota de entre sus labios.

»Conclusión: une vampire dormía en su forma de murciélago hasta que elle le tiró. No fue premeditado.

»No, ya, claro que ningune de les dos supo que pasó. Así que no era extraño que le vampire tomara represalias y despachara al ser que, previamente, le había tirado. Elle, le vampire, se asustó cuando vio que se había prendido el chamaco. Voló directe al riachuelo para toparse con un quatezcatl.

»Este, veréis el susto inicial dejó espacio al juego. Ambes en sus formas animales travesearon por el bosque. La felicidad vibraba en sus alas. Imagínenlo hermoso. La luz de la luna, el brillo de las plumas, el negro de las membranas…

»Una amistad simple y sencilla comenzó nomás.

»El arte conectó sus almas: le vampire cantaba leyendas de su pueblo perdido por unos malos vientos que no tenía nombre en ese entonces; el quatezcatl, tallaba lo que le inspiraban esas melodías. El sol y la luna contemplaron cómo se afianzaba el vínculo, disfrutando de cada sonrisa cálida, chisme contado entre susurros, miradas furtivas, manos traviesas, besos plateados reflejados en el riachuelo.

»El sol y la luna supieron, este, que se acercaba el día que iban a declararse sus sentimientos. No se trata de un romance típico de esos europeos, sino uno lindo, cálido, platónico, narrado desde el margen. Así que urdieron un plan para ser partícipes de ese nuevo capítulo de esa historia: crear un eclipse.

»El cielo se detuvo para que la luna pudiera pararse a la altura del sol. No, bueno, se quedaron le une al lado de le otre.

—¿Un chisme es el origen de los eclipses?

—Y, bueno, ¿por qué no? —le rebatió la señora.

—Tiene razón, Huy, por qué no.

—Este, pero no es todo. —Eso llama la atención de nuestras almas cotillas—. Se dice que durante ese eclipse, la luna y el sol se emocionaron tanto que brotó una lágrima de cada ojo visible. Se unieron mientras caían al piso dando lugar a una figurita de un quatezcatl y une vampire enlazados en un vuelo.

El eco de este cuento se queda sobrevolándonos mucho tiempo después de que la anciana se marche con una sonrisa enorme y unos dulces españoles, que Huy llevaba en la mochila, entre sus bolsillos; tan solo se diluye cuando nuestros pies abandonaron la Alameda Central. La ciudad se ha vuelto a poner en marcha más viva que cuando entramos. Sonrío al darme cuenta de que había eclipsado la zozobra que había nacido justo antes de que entrásemos aquí, pues creo que este era un poco lo que quería la fabulista. Ambes nos hemos dado cuenta de esto, pues, aunque ningune de les dos hemos comentado nada acerca de nuestras preocupaciones (de las conocidas y las desconocidas), cargamos con un peso que oscurece nuestro ánimo por los bordes. No importa, cada cosa a su tiempo. Existe la confianza. Huy, con sus dedos en el mismo gesto que si me iría a pellizcar, une su mano con la mía.

El viaje tan solo ha empezado.



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