Capítulo 4 de '¿La amistad? Más torpe que un gamusino en patines'
Capítulo 4: No creía en Huy hasta que pasó esto
Pie derecho adelantado.
Dibujo un arco con él.
Giro.
Horizonte eterno contenido en la lente de la
cámara paralela al piso.
Inauguro el barrido acompasado por la pereza
matutina con una panorámica de la Catedral de la Asunción de María de México.
EL objetivo de mi cámara capta los chismes históricos que funcionan como anexo
de la arquitectura del templo. Convivencia de siglos empastados por el arte de
movimientos pendulares de los cuales se nutre —en realidad, de masticar y
reinterpretar lo humano, lo divino y sus ansias—: gótico, barroco, churrigueresco
y neoclásico. Disgregadas manchas verdes ocupan el primer plano en el giro, son
los árboles de raíces enredadas en el pasado que solapa eventos que merecen ser
sanados y no olvidados. Coqueto se muestra, en el abismo de la esquina del
cruce entre calles, el Museo del Templo Mayor, intuyéndose a su vez
la plaza Manuel Gamio, antes de ser eclipsado por el Palacio Nacional, el cual
se yergue con longitud casi eterna. El barroco sobrio sostiene al
neocolonialismo. Cantera chiluca, tezontle de diversas tonalidades, molduras,
colección ventanas rectangulares dispuestas en filas ordenada como los
documentos que guarda recorren la fachada en tamaños diferentes según la altura
que ocupen, almenas rematan la parte superior. La armonía geométrica la rompen
tres cuerpos, tres entradas: Puerta Mariana, Puerta Principal, Puerta de Honor.
Giro. Giro. Giro por el zócalo hasta que la lente registra, al sur, el Antiguo
Ayuntamiento y el Edificio de Gobierno auspiciado por la misma historia de
reconstrucciones transversales por el tiempo, por el poder ocupado tallado en
piedras reubicadas que tantos ojos vieron y hablaron. Curiosidades de regímenes
suman las arquitecturas de los factores anteriores hasta mezclarse en el actual
producto de patrimonio histórico. La monumentalidad del poder deja paso, al
este, al comercio; la declaración de intenciones la hace el Viejo Portal de
Mercaderes. Los portales cobijan series de intercambio capitalista coronado por
la fiebre del oro. Las oficinas vigilan en los pisos superiores el devenir de
un futuro estipulado en crecimientos de riquezas exponenciales que vuelan más
allá de cualquier regla natural. Giro. Giro. Giro hasta terminar casi en el punto de inicio de este plano
secuencia.
«Casi» es el plano americano del rostro de
Huyana obnubilado por el arte, pero también por la vida del zócalo. Se ha
transformado en un punto de turismo, pero también de acción cultural y social.
Si esto lo editase, le otorgaría a la figura de mi amigue un parpadeo vanguardístico,
sería ese canal desintonizado que hipa, que deja estela de movimientos
incompletos, pues se ha convertido en el compendio de ideas de miles de futuros
alternativos sin tres ni revés, de descentralización por un pasado que le es
tan propio como las semblanzas familiares y tan mitológicos como los miles de
kilómetros que le separan de su hogar.
Huyana
Si me sigues grabando, vas a tener que pagarme
por ser le prota de tu película (bromea).
Sam
(o sea yo)
(Siempre soy la voz en off). Siento defraudarte, pero esto no es una película, son solo
recuerdos. Y lamento comunicarte, que tú también formas parte de ellos.
Huyana
(Sonríe. Cambia el gesto seguido para dibujarse
la perspicacia). Ya que mencionas lo de los recuerdos, ¿dónde se encontraba tu
nostalgia por acumular recuerdos cuando la señora nos ha contado esa bonita
fábula? Creo que ha sido un regalo muy bonito.
Sam
(o sea yo)
Está grabada en mi móvil. (Lo saco del bolsillo
y lo pongo delante del objetivo).
(Huyana dibuja una O con los labios como toda
respuesta).
Sam
(o sea yo)
¿Por dónde te apetece comenzar?
Huyana
Lo lógico sería empezar por la Catedral, que la
tenemos enfrente. Luego vamos viendo qué nos da tiempo a ver.
Fundido a negro. Plano contrapicado del retablo
de la catedral. Despacio muevo la cámara para captar todos los detalles, la
grandiosidad del tamaño, la emoción religiosa de todas esas figuras mirándonos,
casi juzgando nuestro camino vital. Los murmullos se convierten en el ruido
diegético de este film memorístico.
Huyana
Oye (su voz se filtra desde fuera del plano, en
un susurro casi gritado para llamar mi atención), ¿cuál es tu santo favorito? A
ver, no sé si te lo has preguntado alguna vez. Ni siquiera sé si practicas
alguna religión o crees en algo, pero, no sé, te has criado en España, y las
últimas décadas también las has vivido aquí, así que, quizá, sí tengas algune
favorite o que te llame la atención o, no sé…
Dejo que su verborrea llene el plano extraño
del altar cortado por un grupo de turistas a los cuales un joven autóctono le
está contando alguna anécdota reciente del lugar.
Sam
(o sea yo)
Supongo que San Sebastián no puede no ser mi
santo favorito. (Mi pausa la patrocina una risilla que parece colarse por entre
el viento de una campanilla de aire). Y sí, creo en algo. ¿Y el tuyo?
Huyana
Me gusta San Sebastián, pero me quedo con
Judas, el de las causas perdidas.
Sam
(o sea yo)
¿A caso te consideras una?
Huyana
Depende de a quién le preguntes. Probablemente
Topanga te diría que sí. Tal vez, mi madre también. Toulouse diría que no lo
soy. Valka… Valka es demasiada buena amiga como para verme como una causa
perdida, probablemente me pegaría por si le dijera que pienso que soy un desastre
ultramoderno.
Sam
(o sea yo)
¿Eso es un sí?
Huyana
Bueno, soy una persona bastante perdida en
general. ¿Una causa? No creo que sea tan egocéntrique como para considerarme
una. Solo soy yo.
Entran en el plano medio cuerpo de una mujer
licántropa acompañada de un hada. Ocultan el poco retablo que se veía. Se han
puesto de rodillas en el reclinatorio del banco. Sus voces se cuelan como una
oración en el micro de la cámara:
Licántropa
(Mujer de una edad indeterminada. Alta. Viste
un traje de lino azul cielo. Es lo único que se distingue en la grabación). No,
no, no, no. No es que sea ingrata, solo me gusta llamar a las cosas por su
nombre. Que me quieran cobrar ese dineral por unos pendientes de baratija, por
muy bonitos que sean me parece un robo. Y es que no me convencía con eso de que
era no sé qué de su tribu. Nada, eso lo hace para sacarme los cuartos.
Hada
Se notaba que nos querían estafar por ser
españolas.
Licántropa
Y no se dan cuenta del favor que les hicimos…
Hada
Desde luego que no tendrían estas maravillas.
Huy y yo nos miramos con el ceño fruncido, y,
muy despacito, nos marchamos. El plano se va abriendo completamente
descuadrado. Trato de volver a enfocar algunas de las maravillas que esconde el
templo, incluso ese resto del Templo original.
Huyana
Está claro que el mundo no ha cambiado nada.
Sam
(o sea yo)
En realidad, sí ha cambiado. Un poco, al menos.
Se ha limitado un poco más la esclavitud. Ahora llevamos nuestra herencia con
orgullo. Somos orgullo con todos los colores. Somos más conscientes de lo
válides que somos.
Huyana
NOOOOOOOOOO.
Sam
(o sea yo)
Como que no (digo en mi contradicción)
Huyana
«NOOOOOOOOOO», que ese discurso hubiese estado
genial grabarlo como si fueses Esmeralda en Notre Dame. ¡Por Carmilla! Cómo no
has podido pensarlo. Trae. (Me quita la cámara. Me manda a colocarme en una de
las capillas laterales. En foca mi rostro en un primer plano). Venga repite
conmigo: «No sé si podrás oírme».
Sam
(o sea yo)
«No sé si podrás oírme».
Huyana
(Se marcha para enfocarme de espaldas, pero
centrar el plano en la figura de la virgen. repite conmigo: «No sé si estás
ahí. Mi oración es tan humilde. ¿Cómo hablarte a ti» (Repito. Cambia el plano
para que quepamos ambes en el encuadre). «Pero tienes cara humana, de sangre,
llanto y luz». (Repito sin que me lo pida cuando ya me vuelve a enfocar en un
primer plano). Ya. Ahora puedes dar tu discurso.
Sam
(o sea yo)
No, ya no, has roto el momento. Pero gracias
por el material. Nunca pensé sentirme Esmeralda, pero me ha gustado la
experiencia. Eso sí espero no tener que acogerme a sagrado.
Huyana
Sam, le sante de los cambios de looks espectaculares.
Y para cambio espectacular el fin de esta
suerte secuencia trastabillada. Corte. Plano desenfocado. Poco apoco se torna
nítido. Plano americano de Huyana en la esquina izquierda del plano. Delante de
elle se extiende una maqueta de lo que fue el Zócalo prehispánico. Gesticula
tratando de encajar lo que ha visto fuera del museo con esa maqueta.
Huyana
Una vez alguien caminó por aquí y se
achicharró.
Sam
(o sea yo)
Muy profundo, Huyana.
Huyana
No, es que no hay árboles. Une vampire caminó
por aquí y autoconbusionó.
Sam
(o sea yo)
¿Le pasó a algune familiar tuye?
Huyana
Mi tataraabuela materna. Dejó a mi abuelo y se
vino aquí. Y se churruscó.
Sam
(o sea yo)
Eso es demasiado sobrio para una historia
familiar tuya.
Niño
espontáneo
Mááááá, ¡¡¡mirááááá!!!
La cámara casi se cae al suelo por algún motivo
imposible de discernir (no). Corte. Patio del Palacio Nacional. Barrido por los
arcos de piedra gris. Fuente apagada en el centro. Más arcos grises para
terminar. Un grupo de turistas escuchando a una sirena guía. Pongo el oído y
les escucho hablar euskera. Zoom sin pensarlo. Buceo entre las caras por si
conozco a alguien. El oído se adelanta al reconocimiento. Un pelo plata. Piel
blanca con pecas. Gafas de montura metalizada imposible. Gesto serio decorado
con maquillaje en tonos lavandas y azules. Llama mi atención un corsé hecho con
un pañuelo rojo de bordados florales intrincados. Una falda brillante negra con
mucho vuelo hasta la rodilla deja a la vista un vuelo blanco del cancán. Un
delantal de un negro mate delata su procedencia regional. El plano lo persigue.
Mis ojos parpadean.
Huyana
Puedes ir y ligar. No te cortes por mí. Sé que
les alosexuales sois así de extrañes (bromea al tiempo que me da un empujón).
Sam
(o sea yo)
Casi te tendrías que preocupar más por no
romper mi cámara, cosa que el mundo se ha propuesto hacer hoy. Y no es nada de
eso. Solo que pensaba que había visto a un conocido.
Huyana
En serio, puedes acercarte y saludar si es.
Sam
(o sea yo)
No, no importa.
Huyana
¿Te has sonrojado?
Corte.
La providencia nos ha llevado a comer en un
restaurante español (sí, deshonra sobre nuestra vaca) dirigido por un joven ryû
de ascendencia hispano-japonesa que heredó el negoció (es la tercera
generación). Su estatura, acentuada por su constitución delgada, casi resulta
intimidante en ese lugar tan recogido. Su aspecto es todo afabilidad, desde el
pelo negro corto semioculto por un pañuelo de cocinero hasta la sonrisa que achica
los ya de por sí pequeños ojos almendrados. La angulosidad de su cuerpo no
esconde coquetas escamas verdosas que se niegan a esconderse. El marido, y
copropietario, es un muchacho mexica mazacoatl de gesto relajado y prudente. Su
constitución era todo curvas en una estatura casi igual de imponente que la del
ryû. Ambos vestían un uniforme negro con el nombre del restaurante bordado en
blanco en la chaquetilla.
El local es pequeño, de dos plantas. Lleno de
mezcla de culturas, a pesar del reclamo inicial. Les camareres subían y bajaban
con soltura. La carta es una variopinta mezcla de cocinas tradicionales. Ah,
pero no solo se trataba de la comida, no, para nada. La capsula que contiene instantes
de felicidad es el local, un lugar acogedor, antiguo, con mesas congregadas de
todas las épocas, con sillas arregladas de modos originales otorgándoles
arreglos originales. La madera que recubre la pared oscurecida por el
mantenimiento de los años está decorada con estanterías de forja negra con
láminas de verde-nace sosteniendo libros amarillentos, con esquinas dobladas y
anotaciones de anteriores dueñes. Sueños confesados entre salsas, tortillas de
patata y onigiris se esconden entre
las juntas de las baldosas desgastadas del suelo.
Hemos escogido una mesa cuadrada con un florero
de barro pintado con motivos mexicas en la segunda planta, pues nos han dicho
que hay unas vistas bonitas. No son especiales, espectaculares, épicas, pero
dan a un barrio trabajador, con un pequeño parque. El cruce deja entrever una
pequeña ermita antigua rodeada por esos edificios asépticos típicos de los
barrios de los trabajadores. Huy y yo nos fijamos en el ir y venir de personas
trepidantes por su vida anodina, sus vacaciones culturales, su búsqueda
incierta.
—Mira, Sam, ¡un gato! —Huy señala un murete que
oculta el espacio que alguna vez ocupó un edificio y que, con casi toda
probabilidad será un negocio aleatorio de una cadena de café.
—Oh, es pelirrojo, como Líz.
—Puede que tengan el mismo carácter incluso.
Nos reímos.
Nos toman nota.
Nos traen la comida.
—Bueno, ¿qué impresión te ha dado México en tus
primeras veinticuatro horas aquí? —Le pregunto saboreando mi pozole.
—Es muy bonito —dice fugazmente antes de darle
un mordisco a una porción de tortilla de patatas con aguacate y chiles
picantes.
—Pero. —Le animo a seguir.
—No hay ningún pero.
—Ya, claro. Y no llevas todo el día medio
perdide en tus pensamientos.
—Le dijo la sartén al cazo.
—Yo lo reconozco. Me está costando un poco
asimilar este lugar para que encaje con los recuerdos que tengo —suelto—. Tal
vez, me chirría que no sea una ciudad más utópica: más amable con su pasado,
con las raíces prehispánicas, con su gente, menos occidental genérico.
—Mi «pero» es que me ha gustado más su gente.
La señora del parque, les trabajadores de las taquillas que nos han dado
recomendaciones para disfrutar de esta ciudad de ritmo incierto, la niña que se
ha sorprendido de mi acento y me ha pedido que repita algunas de sus frases
favoritas, la trieja de señores mayores que nos han recomendado este lugar…
Incluso verte sonrojarte por una persona inexistente —dice por si pico—. No sé,
creo que una gran ciudad es más este tipo de cosas.
—¿Más que sobrevolar el Bosque de Chapultepec,
el Palacio de Bellas Artes o el Lago de
Texcoco de noche? —Le pregunto con malicia.
El espacio hasta que
llega la respuesta de Huy lo llenamos con unas cuantas degustaciones más de
nuestros platos.
Suspira.
—No creo que haya
nada mejor que volar. —Apoya los codos en la mesa y la cara sobre las palmas de
las manos—. Tú lo entiendes. Es…
—¿Sistemático,
hidromático, ultramático, un relámpago?
Me tira un totopo a
la cara.
Merecido.
—A veces se me olvida
que eres hermane de Líz, pero sois igual de desquiciantes.
—Ya, es que todo se
pega, menos la hermosura.
Probamos las
quesadillas que hacen bailar nuestras papilas gustativas.
—Creo que es la mejor
comida mexicana que he comido nunca —digo deleitándome en la mezcla de sabores,
de culturas e ingredientes. Observo que Huy está haciendo lo mismo—, ¿verdad?
¿No me digas que has comido un guacamole mejor?
—Si cualquiera de mis
abueles te escuchasen decir eso, o nunca te dejaban volver a visitarles o no te
dejaban irte hasta que probases la verdadera comida mexicana. —Se termina la
porción de tortilla con gesto altivo.
—No rechazo una buena
comida. Espero una fecha para ir a visitarles —Le sonrío con ganas.
Elle comienza
contarme algunos de sus momentos favoritos con su abues alrededor de la comida.
Sin darme cuenta, he puesto la cámara a grabar registrando cada expresión: la
añoranza aparece la primera, tal y como si esta comida fuese un canalizador
hacia su pasado. Relata esos primeros recuerdos con un delantal de flores que
le llegaba a los pies, y la nariz justo a la encimera, nada de ello le impedía
a sus ojos ver como su abuela hacía tamales. La felicidad anida en su sonrisa
extendiéndose a sus ojos cuando explica cómo su abuelo paterno le enseñaba a
separar la carne del aguacate con una cuchara. No tarda en aparecer la
diversión en sus manos chispeantes al gesticular cómo Topanga le daba a los
burritos una forma perfecta mientras elle terminaba rompiendo las tortitas de
maíz. Sus aventuras siempre están repletas de actos torpes que llenan de
comicidad sus anécdotas.
—Me hubiese gustado
curiosear por una mirilla esos momentos —comento entre risas susurradas,
hipadas.
—Eran buenos
momentos, me hacían conectar con mis raíces totonacas. Quizá no hablaban mucho
de ello, pero contaban pequeños mitos, leyendas. Mis abuelos más que mis abuelas…
—Se pierde en la ventana, como si pudiera ver a través de ella su mente,
analizarla y sacar hipótesis y conclusiones al igual que en un texto literario.
—¿Puede ser que le
falte todo eso a tu idea que tenías sobre este país? —Su mirada se posa
suavemente en la mía con confusión—. Hablas de toda esa parte cultural tan de
tus raíces, que parece que te contraria que esos momentos no ocurran aquí.
—No lo sé. —vuelve a
suspirar.
—Recuerdo la primera
vez que regresé a la península arábiga, tuve una sensación extraña. —Le muestro
este pedacito de mí—. Por un lado encajaba, algo del ambiente, de la atmosfera,
del mar o el río me decía que en algún lugar de por ahí cerca había nacido. Por
otro, nada de aquellas culturas encajaban conmigo. Físicamente parezco una
persona del mediterráneo, uno de un castaño-dorado. Era une extranjere en mi
propia tierra. Se me escapaba el concepto. —Apuro mi vaso de agua—. Con el
tiempo aprendí que no necesito ser una noción concreta de algo. Solo dejarme
llevar por la experiencia. Primero vivir y luego ya echar la vista atrás.
Romper moldes, quizá. ¡Qué más da! La verdad es que no da igual, el mundo no te
trata bien si no estás del lado privilegiado, pero, en la construcción de une
misme, no importa no saber algo, ir a oscuras, ser una contradicción. Somos clandestines,
ya la vida nos lo pone complicado, ¿por qué seguir los patrones rancios
heredados por la clase dominante? Permítete ser una paradoja.
—Jum —piensa con su
pose académica—, me gusta ser un oxímoron.
Las bromas, las
muestras de cariño y la sonrisa que se quedan fijas en el rostro de mi amigue
son el fundido perfecto para cerrar esta escena. Corte.
Solo cuando la respiración tranquila y
acompasada de Huy se convierte en el ritmo de la banda sonora de esta noche, me
decido a salir al balconcito. Conecto mi móvil a la red wifi del hotel. Cascadas de notificaciones aparecen sin ton ni son
en la barra superior. Tomo aire. Noto en los codos cómo aparecen siluetas de
llamas que piden que me transforme. Se trata de algo sintomático. No me inmuto.
Solo respiro. Una.
Dos.
Tres.
Cuatro.
Cinco.
Seis.
Siete.
Ocho.
Nueve.
Diez veces.
Abro el grupo familiar, el único que no tiene
ninguna burbuja con un número imposible. Les paso algunas fotos que nos hemos
hecho Huy y yo en lugares extraños: agachades junto a una alcantarilla, un gato
con nuestros ojos en la esquina inferior infiltrados, Huy conmigo sobre sus
hombros con un grafiti horroroso de fondo, nuestros pies señalando un templo de
no sabemos qué fe. Sé que a mis neidres les hará gracia, pues es algo que elles
solían hacer cuando se conocieron. También sé que a Líz le gustará ver a Huy.
Les mando también la grabación de la leyenda de la señora.
Cierro el chat antes de que alguien conteste.
Una notificación extraña llama mi atención: «Te
han expulsado del grupo “Fraggles del Enigma”». «Vaya, se han tomado muy
enserio eso de que desconecte del trabajo» pienso con una carcajada colgada en
la comisura izquierda del labio inferior. Deslizo la notificación de la lista
desplegable del menú hasta eliminarla. Antes de pensar a quién responderle,
abro la conversación que tengo un poco abandonada por la vida adulta con Nohai.
Le envío una foto de archivo del interior del Palacio.
Cierro el chat antes de que conteste.
Quito las notificaciones de correos
electrónicos con actualizaciones de artistas, de academia.edu y varias cosas
nada prioritarias. Obvio las de las redes sociales que solo tengo para seguir
el trabajo del estudio de Líz y Narut. Abro los mensajes de Gara:
Cierro el chat.
La aplicación todavía tiene una burbuja con un
número indeterminado de mensajes. La nuca se me eriza con el calor conocido de
las llamas de mi fénix. Opto por dejar el móvil en el suelo del balcón.
Doy un paso atrás.
Me transformo.
Salgo a la noche nublada que oculta las
estrellas.
Extra IV



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