Capítulo 5 de '¿La amistad? Más torpe que un gamusino en patines'
Capítulo 5. La amistad en tiempos de viaje: cómo una historia
familiar me dejó con la barra de cargar en la frente
3 de abril.
Un autobús.
En algún punto entre Ciudad de México y
Veracruz.
Murmullos, ronquidos, conversaciones a través
del teléfono.
Enciendo la cámara.
La apoyo en mi pierna. Enfoco a Huy en un muy
poco favorecido plano contrapicado. Casi parece la amiga esa que no quiere
desvelar su identidad, pero que realmente eres tú. Dos trenzas flojas asoman
por una gorra negra con el logo de Zirimi Estudios. Por algún motivo, nos hemos
vestido igual: bermudas tipo chándal como vaqueras negras y top color borgoña
de tirantes con ballenatos adelante y gomitas atrás y una sudadera recortada a
la altura del pecho del mismo color de los pantalones de manga corta.
Le doy al botón de grabar.
Trato de mantenerla ahí.
—Huy —llamo su atención. Elle está mirando por
la ventana desaparecer el paisaje desestructurado por la velocidad y el
tiempo—. Vamos a Veracruz para visitar a tu familia, ¿no?
Se vuelve a mí. Me mira cómo si le costase
salir del mundo interior por el cual se ha perdido. Sonríe poco a poco, desde
los ojos hasta la boca, pues ha procesado la información de manera progresiva,
tomándose su tiempo para comenzar su relato, pues se ha dado cuenta de que he
puesto la cámara para grabar.
Se aclara la garganta.
—Sí, vamos a ver a mi familia.
Silencio.
Espero.
Su sonrisa llena de colmillos me reta.
—Ajá.
—Ajá.
El autobús tiembla con un bache. Murmullos,
ronquidos, conversaciones a través del teléfono hipan. Curva a la derecha. Un
coche azul nos pasa. La cámara atrapa el segundo de azoramiento que parpadea en
el rostro de Huyana. Elle atrapa mi mano libre y comienza a jugar con mis
dedos, a dibujar las líneas de la palma de mi mano. Enreda sus piernas con las
mías y recoloca la cámara. Le doy un beso en la mejilla.
Suspira.
—Bueno, pues las raíces de mi familia están en
Veracruz. Bueno, no sé si sus raíces, concretamente, pero sí parte de la
familia; tanto la de mi padre como la de mi madre. El caso es que tengo
ascendencia totonaca. Todo esto ya te lo había contado, ¿cierto? —No espera a que
conteste, continúa hablando—: Bueno, mis bisabuelos maternos regentaban una
cantina que se llenó de españoles con el exilio que comenzó con la guerra
civil.
»Por eso, mis abuelos maternos crecieron
escuchando historias sobre España. Bueno, mi abuela materna era hija de les
duñes, mi abuelo materno de une de les trabajadores. Así que ambes se hicieron
mayores con ganas de visitar aquel país que parecía uno de esos cuentos de
hadas europeos que escondían los libros desgastados que les regalaron en uno de
sus primeros cumpleaños. Sus infancias fueron inquietantemente similares.
Aunque muchas veces pienso que la mía y la del vecino de enfrente o de une niñe
de tres cientos kilómetros dirección sur también tendrá similitudes; no sé,
algún libro, juguetes, viaje de vacaciones…
»El caso es que, entre que mis bisabueles no
hablaban mucho de sus raíces, porque, claro, el estigma y odio hacia les
natives, a les clandestines, existían. Por eso preferían que cada generación se
desligase un poco más de ello. El silencio era su protección. Incluso mis
bisabueles usaban el apellido español de uno de sus neidres. De la época en la
que comenzó la conquista. Me contó algo de un explorador que se perdió y casi
se envenena con una planta o algo así. Sí, eran muy muy mayores, pero es que
mis tatarabueles eran vampires de les de antes, de eses que vivían con su
propio calendario, sin mimetizarlo con lo de les humanes, por lo que sus edades
eran diferentes. Diferentes porque los años vampiros son… No sé, ¿uno de
vampire, son diez de ser humano? ¿O eran veinte? Bueno, no importa. Solo que nuestro
ritmo es mucho más lento. Pese a que físicamente dejamos la infancia y
adolescencia al mismo tiempo, luego solemos vivir más. Ya, vale, ya lo sabes.
»Ya me he liado. —Se recoge el pelo en una
coleta—. Eso, que mis padres estaban un poco desligados de sus culturas: de la
herencia nativa y de la clandestina. Estaban fascinades por ese mundo exótico,
lejano, de cuento de hadas. Al tiempo que crecieron, hicieron planes para
marcharse. En el proceso liaron a sus parejas de entonces: mis otros abueles.
Cuando uno de les exiliades decidió regresar a España para hacerse cargo de uno
de sus familiares, pues se encontraba muy enferme y no quería arrepentirse de
estar en esos momentos duros, decidieron no dejar pasar la oportunidad.
»Les cuatro se hubiesen marchado con él sin
dudarlo. Te diré que ni siquiera se había terminado la dictadura. Eran momentos
duros, pero eran jóvenes y tenían la promesa de trabajo (qué te voy a contar a
ti): ellas servirían en casa del exiliado; ellos trabajarían de albañiles. Les
había ayudado con todo lo necesario para que pudieran empezar una vida en un
país que, en realidad, nadie conocía.
»¿Sabes? Siempre he pensado que él, el
exiliado, no se quería marchar de Veracruz, pero tener compañía para realizar
la odisea de vuelta, le llenó de la energía que necesitaba para regresar.
»Fíjate en el desastre: mis abueles tenían las
parejas cambiadas, y a punto de marcharse a un país bastante complicado y la
ilusión de descubrir esas ciudades, leyendas y paisajes de los cuales les
habían hablado.
»No, no hables, déjame terminar. —Me tapa la
boca con las dos manos.
»Al final, mis abueles no se marcharon en ese
momento por varios motivos familiares. —Regresa a su postura anterior—. En ese
tiempo. Las parejas cambiaron y se quedaron como debían para que yo naciera.
—Su risa tintinea por nuestra sección del autobús. La mía le hace el eco—. Se
marcharon a España cuando mis padres ya habían nacido y la dictadura había
caído. El Azar les llevó a separarse (a mis abueles maternes y paternes). El
resto de esta historia es, nunca mejor dicho, historia.
»Pero no fue el final del resto de la familia:
mis bisabueles paternos tenían otres dos hijes. Se llevan décadas. El mayor se
marchó buscando sus raíces nativas. La menor, se quedó con la cantina (les
maternes no tenían a alguien a quién legársela). Mis bisabueles murieron cuando
yo era muy pequeñe. No les conocí. Y yo no vine para celebrar el rito funerario
correspondiente, claro. Creo que la menor tuvo une hije. ¡Pero eso no es todo!
Mi bisabuela materna tenía dos hermanes. No sé mucho acerca de elles.
»En principio he quedado con Guadalupe, el
hijo de mi tía abuela, la que se quedó con la cantina. Es una lesbiana que usa
pronombres masculinos. Su padre es uno de esos exiliados españoles, de les
jóvenes que vinieron con ganas de revolucionar el mundo. Va a ser muy gracioso,
porque yo soy la española, pero no lo parezco (no a lo que se esperan) y él parece
español (de nuevo, a lo que se espera) y es de aquí.
—Creo que me he perdido —digo después de esta
historia trastabillada—. Tus abueles y tus neidres vinieron a España. Pero tus abues
se volvieron a separar y rejuntar con sus verdaderos amores, y luego tus
neidres vivieron una de esas historias de manga de los noventa, ¿no? O sea
—Noto que me voy a meter en un jardín, así que reestructuro todo mi discurso—,
que se enamoraron de la imagen de un país narrado desde la nostalgia de quien
no puede volver y criaron aquí a sus hijes, quienes, a su vez, tuvieron
descendencia y terminaron de echar raíces. Siento que tus neidres son la
conclusión de toda esta historia enredada. Incluso un poco de esa pariente tuya
que se quemó allá donde el zócalo…
—A veces pienso que mis ancestros me odiarían
por marcharme al país que los conquistó. —Agita la cabeza para espantar al
fantasma que le ha acompañado desde hace demasiado tiempo—. Luego me acuerdo de
lo que la mejor manera de honrarles es no olvidar su legado ni su lucha y
seguir hablando de ella. No importa que los sienta lejanes. Siguen siendo parte
de mí, tanto como la cultura española en la cual he crecido.
—Al final vas a tener razón en eso de que eres
más madure que yo. —Sacudo la cabeza—. Yo tardé bastante en llegar a esa
conclusión —bromeo. Separo mis manos de los gestos erráticos de las suyas.
Coloco mi palma contra la suya—. Creo que yo siempre he sido más rebelde que
tú.
—¿Antes o después de ser le hije perfecte?
—Dejamos caer las manos a la vez.
—Durante. —Vuelve a sonreír con esa boca llena
de dientes.
—Oh, tienes un pasado oculto. —Apoya el codo en
mi reposacabezas y me despeina los rizos.
—No es oculto. —Busco mi espacio: cierro los
ojos y cruzo los brazos. Eso sí dejo la cámara en el espacio entre los dos
asientos, no me importa donde apunte—. Del mismo modo que no te puedo hacer un
spoiler de una película de hace sesenta años.
—Me niego a que me destripes Los siete samuráis. —Adopta mi misma
postura.
—Me estás dando vergüenza ajena. Me niego a
seguir hablando contigo. Buenas noches. —Me giro y le doy la espalda.
—Pero si es de día. Hace ya muchas horas que ha
amanecido —me dice agitando mi hombro.
Me giro. Le quito la gorra que lleva. Me tapo
los ojos y finjo que duermo.
—¿Dejas la cámara encendida por algo? ¿Eres une
vouyer y yo no lo sé?
—Pamplinas.
Apago la cámara e intento dormir. Para
lograrlo, me recuesto sobre el hombro de Huy y abrazo su brazo (¿te has dado
cuenta de lo redundante que suena?)
—¿Todavía seguimos en el autobús? —pregunto
cuando me despierto, justo después de bostezar.
—No, que nos hemos teletransportado en algún
momento en la última hora en la cual tú estabas dormido y ahora estamos en la
habitación cómoda de un hotel.
—¿Hotel? ¿No nos acogen tus familiares? —Me
separo de su hombro con sorpresa somnolienta.
—Pues —apoya la espalda contra la ventana—,
prefiero dejar un espacio por si las cosas salen mal por algún motivo. —Se
cruza de brazos. El protector solar brilla sobre su piel. No, no es une vampire
de Crepúsculo.
La observo durante unos segundos con
detenimiento: me ha quitado la gorra que yo le había quitado con anterioridad.
Se la ha calado tanto, que no puedo ver bien su expresión. Por favor, no te olvides
de que lleva gafas de sol siempre… La mayor parte del tiempo. Miro en derredor:
las conversaciones ya se han apagado, pues han dado paso al inequívoco frufrús
de los envases de aperitivos y las roscas de los tapones de las botellas.
Vuelvo a centrar la mirada en Huy.
—Si eso te causa algún problema, puedes echarme
la culpa de quedarnos en un hotel a mí. Al fin y al cabo, yo he organizado las
vacaciones. Un error lo tiene cualquiera. O no un error. Soy una persona
extraña que prefiere su espacio: demasiado introvertido, demasiado poco social.
—Me despatarro en el asiento. Me cubro la cara con los rizos. Cierro los ojos.
—Creo que si haces justo esto. —Esta pausa la
entiendo como que está abarcándome con la mano—. Se lo creerán.
—Dame una señal y te saco de dónde quieras.
—Giro el rostro para mirarle y guiñarle un ojo.
—Fénix.
—¿Qué?
—Que «fénix».
—Si tú me dices «fénix», lo dejo todo.
—Eso es muy bonito y, tal vez, una sentencia
para ti.
—¿Puedo arrepentirme?
—Nop.
—¿Le hiciste lo mismo a Valka?
—¿Comprar su amistad con una promesa hecha en
una situación sensible? —Se tumba en mi regazo y mira directamente a mis ojos—.
Yo que pensaba que eras amigue míe por mi carisma y que tu ofrecimiento era
sincero. —Niega con la cabeza tratando de contener una risa—. Soy un amor y una
amistad irresistible, eso os enamora.
—Está bien, está bien. Tienes razón: eres un
amor. —Las risas—. Pero, en serio, si te sientes incómode o si necesitas una
excusa para justificar que no te quedes con elles o marcharte para tomar una
bocanada de aire, soy todo tuye.
La emoción se escapa de maneras torpes, pues
nuestras maneras siempre son ajenas a la norma. Nace del pecho una vibración.
Se desplazan con un hormigueo por nuestros brazos. Sale con sonrisas enredadas,
brillos chispeantes en las pupilas, movimientos vergonzosos que crean espacios
irrepetibles de comedia griega.
El autobús se para.
Se hace un segundo de silencio.
Comienza el murmullo que no tarda en a elevarse
a ruido y jolgorio por el final del viaje.
Los sucesos se concatenan:
Huy me arrastra hasta un taxi parado.
Habla con la chófer.
Me hace señas para que me suba.
Lo hago detrás de elle.
Le pregunto adónde vamos.
Su sonrisa es toda respuesta.
El taxi se desliza entre el tráfico de la una
de la tarde que gotea de manera crónica como una fuga. Las sorpresas no me
disgustan, por lo que me dejo llevar por lo que sea que ha preparado Huyana.
Fijo la mirada en la ventana y no en la pantalla del móvil de mi amigue (no
quiero ser cotilla y ver lo que sea que esté revisando). Trato de recordar cómo
era esta ciudad antes. En aquella época en la cual viví aquí más tiempo del que
tenía previsto. En aquella que es la misma que vivieron sus abueles. Esa en la
cual se enamoraron de un país narrado con morriña. Recorro un pasillo de
recuerdos llenos de polvo, opacos, enmarcados. Toco algunos para dejarme
embriagar por una nostalgia cálida por unas amistades que desaparecieron, otras
que nos desperdigamos, mascotas que disfruté, comidas que me muero por volver a
probar.
Me pilla desprevenide que el taxi haya parado y
Huyana me esté tendiendo una mano para ayudarme a salir. Parpadeo despacio,
como si el sol hubiese deslumbrado mi concentración. Huy sonríe. Yo sonrío. Le
tomo la mano y salgo para toparme con una librería que tiene un aspecto
demasiado similar a las antiguas tiendas del resort. Me atraviesa un
sentimiento cálido, suave, de añoranza.
—¡Por fin habéis llegado! —Tan solo veo un pelo
azul sobre salir detrás de la figura de Huyana.
Extra
V
En
el capítulo 2 Ela dejó un comentario sobre que Sam y Otto (Otto es uno de sus
vevés de la saga “Veronica Vanella”. Cotillead el perfil unici8). Me gustó mucho su idea, así que pensé que en el extra V sería
un buen lugar para hacer este mini crossover. Lo más curioso es que ha
coincidido (más o menos) con el cumpleaños de Ela, por eso el capítulo ha salido
hoy y no el domingo. Espero que te guste mucho, amigue ^^. Y al resto, por
supuesto <3.
Es
un encuentro efímero. En el Monasterio de Piedra en la provincia de Zaragoza
(España). Disfrutad de estas dos personas que se encuentran y hablan de nada y
de todo a la vez.
Monasterio de piedra de Zaragoza.
En algún momento indeterminado del tiempo y el
espacio.
El cierzo mece mis rizos haciendo que mis ojos
jueguen al escondite con el sol. La imparable corriente fluye hasta romper contra
las piedras desgastadas. El sonido se cuela entre mis pensamientos
arrullándolos, deleitándolos, cortejándolos. Recuerdo muy bien aquella primera
vez que volé por aquí. Fue cuando el lugar lo desalojaron por la guerra de
independencia y no quedó ni un ser humano: un cementerio forzado por un juego
político tergiversado por monarcas y totalitarios. Aquella primera noche
resultó mágica, pues me brindó la oportunidad de transformarme sin a ser un
nombre más olvidado por la crueldad de una persecución.
Borracho de saberme quebrador de la ley, la
mañana siguiente me la pasé vagando con la brisa fresca del alba por entre el
monasterio con la cúpula caída. Al medio día jugué por las partes cavernosas.
Las noches eran para el agua, para deleitarme con el reflejo de mis llamas
sobre esa superficie tan cambiante. Llegué a conocer el funcionamiento de las
corrientes tan bien como la palma de mi mano.
Si te lo preguntas: vivía exclusivamente en esa
forma.
Los días, meses, años privade de la opción de
transformarme en fénix enmarañaron mi esencia, mi mente, mi propia concepción.
Así que simplemente fui olvido. El tiempo se transformó en aquel mazo de carta
que me repartieron cuando nací. Uno con cuatro opciones que barajaba de maneras
creativas para no afrontar ese mundo beligerante. Alimenté mi alma con el sol. Ahogué
cualquier retazo de pensamiento con la velocidad de mis alas. El crepúsculo me
prometió interminables porvenires sin sociedades aciagas.
Nunca nadie me encontró.
Estiro la mano en un inconsciente intento de
alcanzar aquella sensación de libre albedrío.
La periferia de mi visión capta briznas de algo
que probablemente complicará mi jornada. Aunque, claro, quizá no debería estar
en este lugar en un día como hoy. Suelto el aliento que no sabía que estaba
conteniendo. Centro mi atención en aquel ente extraño. Un cuerpo tendido en la
cueva inferior de la cascada. Me encaramo a la barandilla para tratar de
distinguir algo más que sombras. Lo cierto es que no estoy muy lejos, pero, tal
vez, mi vista ya no sea lo que era. Quizá, se acerque ese momento de ¡bum!,
llamas y renacer de mis cenizas. Oye, ¿no crees que eso da para el título de un
libro? No sé, ¿para fantasía con romances épicos o algo? Piénsalo.
Giro el cuello para vislumbrar una masa blanca.
Una con forma humana. Eso oscuro que se ve deben ser las zapatillas. Está como
encajado, sentado, con el pelo blanco tapándole parte de la cara. Me encuentro
yendo hacia esa persona antes de procesar siquiera el siguiente paso de mi
plan. Bajo los pocos escalones que hay para acceder a esa parte. Apoyo la mano derecha
en el lateral de la gruta. Inclino poco a poco los hombros manteniendo las
caderas en su sitio para no perder el equilibrio. Ante mi, se descubre que es
un veela.
—Creo que tienes gusto para huir —digo cuando
me doy cuenta de que está despierto.
—Quizá no para mantener la ropa limpia. —No
levanta la vista.
—¿Un mal día?
—No especialmente.
—¿Y? —Me siento frente a él. No en realidad. O
sea, sí que estoy en el lado opuesto que él, pero desde fuera. Prefiero no
entrar y ocupar su espacio. También le he dado tiempo para que me diga si
quiere estar solo. Ante todo, hay que ser educade.
—No sé, hay algo —hace un gesto para abarcar el
lugar— aquí que me transmite paz.
—Ya. Es parte de la magia de este espacio. —Trato
de leerlo.
—¿Algún suceso extraño que ronde el lugar? —pregunta
mirándome por primera vez directamente a los ojos.
—Un grupo de monjes cistercienses y la repoblación tras la conquista de les
cristianes. —Me encojo de hombros—. Y lo que pasó entre el resto de sucesos
colindantes parece ser un auténtico misterio. —Tomo una piedra plana que tengo
cerca y la tiro al agua haciéndola rebotar por la superficie.
—¿Un misterio? —La curiosidad le termina de
sacar de su propio mundo.
—Todo es un misterio que sigue la típica norma
de no hablarlo para que se olvide.
Nos quedamos en silencio. Observo cómo el cielo
se pinta con brochazos erráticos de blanco tenue en lugares estratégicos para no
tapar el sol. Espero. Siempre se espera en estas situaciones.
—Y, ¿hay alguna teoría? —su timidez me resultó
muy tierna.
—Bueno, siempre las hay, ¿no? Más si incluyen
clandestines. —De nuevo, me encojo de hombros restándole importancia. Todo el
mundo sabe aquí que nos sobrevuela constantemente la bruma de una leyenda negra
moteada por el silencio.
Lo veo asentir con cautela, diría que teme que
pueda leer más allá de esa tensión de los hombros o esos ojos expresivos. Se
debate entre si preguntarme más o no, en si me molestaría o pensaría que es
demasiado intenso, demasiado él,
probablemente.
Termino con ese litigio interno:
—Dicen que, una vez, este fue territorio fénix.
Sus vuelos dejaban estelas fantasmagóricas en las noches más oscuras, rondaban
las frescas aguas cristalinas jugando con sus reflejos y su sed ardiente, se alimentaban
de pequeños frutos e insectos con la sabiduría de quien conoce el equilibrio
del mundo.
»Debía de ser una estampa hermosa. —dejo que mi
voz se empape de una emoción contenida—.
»Pero, como todo, el ser humano se propuso
dominarlo, conquistarlo hasta que solo quedasen las cenizas. Cuentan las malas
lenguas que una de las aves, la última que quedó con vida, se alió con une
joven que trató de ayudarles a huir, a sobrevivir. Así nació le primere
clandestine metamorfo que se pudo transformar en fénix.
»La magia que se siente es la de las cenizas
que absorbió la tierra de les fénix. —¿Me he puesto demasiado intense?
—¿Y eso es verdad? —Se había incorporado más, acercándose
a mi posición para no perderse ni una sola vocal.
—¿Quién sabe? Hace mucho que les fénix no
existen. Es solo un mito más. —Quito una brizna de mi pantalón con gesto
indiferente.
—Acaso, ¿no lo somos todes?
—Touché.
—Le miro para sonreírle.
—No pasa un día en que no piense cómo sería ser
completamente humano, sin transformaciones, sin poderes veela, ni magia, tan
solo problemas «sencillos». —Se despeina un poco el flequillo sin darse cuenta.
—Transformase siempre es un momento… extraño. Sientes
que se te queman las venas, las texturas nuevas…
—¡Picándote en la piel! —termina por mí. Nos
reímos en la compresión. —Es como que nunca te llegas a acostumbrar a ello.
—Yo a veces prefiero no acostumbrarme.
Su extrañeza trae el silencio de regreso.
—Sí, no sé. No somos una cosa o la otra. Somos
nuestro conjunto. Tengo la certeza de que sin ese aviso físico se nos olvidaría
el cuerpo que habitamos. Tal vez, llegaríamos a perdernos en una de nuestras
formas.
—Eso. —Frunce el ceño—. Eso suena demasiado
extremo.
—Puede ser. Pero no pruebes las drogas. —Paso
las manos por detrás de mi cabeza para apoyarme en ellas y, a su vez, en el
pedazo de pared rocosa de mi espalda.
Se ríe.
Claro.
Tan solo es una broma más de un personaje
excéntrique, ¿no?
—Había venido a esta cueva, porque tengo a una de
mis parejas recreándose al sol mientras se fijaba en cada uno de los detalles
del lugar y este me había parecido un buen sitio para descansar. —Me cuenta sin
salir del todo del manto protector de las sombras.
—Y no quemarte. Muy sensato para un inglés —bromeo.
—Medio inglés.
—Eso debe de haberte salvado. —Tiro otra piedra
al agua.
Se ha creado ya una camaradería que vibra entre
nosotres, y genera eco entre las paredes de la cueva, las plantas que enmarcan
mi figura hasta perderse en el cielo.
—Aquí no se está mal del todo, pero, si te
apetece vivir una aventura por una zona llena de naturaleza y sombra, te
podrías venir conmigo. Así luego podrías llevarte a tus parejas y deslumbrarles,
¿qué te parece?
Me levanto mientras espero su respuesta. Le
quito el polvo a los pantalones. Estiro la espalda.
Una mano irrumpe en mi campo de visión.
—Vivamos esa aventura. —Me fijo en su sonrisa—.
Quizá me puedas contar también más historias de esas.
Le tomo la mano para cerrar el trato.
—Genial. Por cierto, soy Sam.
—Yo, Otto.
¿Continuará?



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